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Lo que la Iglesia enseña es suficiente para salvarnos

Proximamente publicaremos este Capítulo 1 en video a través de youtube

Capítulo 1

Dios creó al hombre libre en sus acciones, y todos nosotros sentimos dentro de nosotros mismos que podemos hacer una cosa o no hacerla.  Dios puso a Adán y a Eva en el estado de inocencia y gracia pero cayeron de él por el pecado.

Pero Dios no desamparó a Adán y a su descendencia en tan desdichada suerte. En su infinita misericordia les prometió luego un Salvador (el Mesías), que había de venir a librar al género humano de la servidumbre del demonio y del pecado y a merecerles la gloria. Esta promesa la fue Dios repitiendo en lo sucesivo otras muchas veces a los Patriarcas y, por medio de los Profetas, al pueblo hebreo.

Para padre y tronco del nuevo pueblo escogió Dios a un hombre de Caldea, llamado Abrahán, descendiente de los antiguos Patriarcas por la línea de Heber. El pueblo que de él tuvo origen llamóse Pueblo hebreo.

Le ordenó Dios que saliese de su tierra y pasase a la de Canaán, llamada también Palestina, prometiéndole que le haría cabeza de un gran pueblo y que de su descendencia­ nacería el Mesías.

Para conservar a su pueblo en la guarda de la ley, o para volverlo a ella de nuevo, cuando prevaricaba y en especial para preservarlo de la idolatría, a que poderosamente propendía, suscitó Dios en todo tiempo hombres extraordinarios llamados Profetas, que inspirados por El predecían los sucesos por venir.

El profeta Daniel, hacia el fin de la cautividad de Babilonia, anunciaba con toda claridad que el Mesías aparecería, viviría, sería negado y muerto por los judíos de allí a setenta semanas de años, y que poco después Jerusalén sería destruida y los judíos dispersados, sin poderse ya constituir en nación.

Los profetas Ageo y Malaquías anunciaban a los judíos que el Mesías vendría al segundo templo, y por consiguiente antes de su destrucción.

El profeta Isaías, además de describir muchas circunstancias del nacimiento y vida del Mesías, anunció que, después de su venida, se convertiría la gentilidad.

A saber: se cumplieron las setenta semanas, fue destruida Jerusalén, destruido el segundo Templo, los judíos fueron y siguen derramados por toda la tierra, y se convirtieron los gentiles: luego el Mesías debe haber venido. Más todas estas profecías tuvieron su realización en la persona de nuestro Señor Jesucristo, y sólo en El; luego El es el verdadero Mesías prometido.

 

Y Jesús les dice: «¿No habéis leído nunca en la Escritura: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente?» Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos.» (Este pueblo es la Iglesia Católica).

Mt. 21, 42-43

Jesús fue crucificado y murió en día de viernes, y la misma tarde, antes de ponerse el sol, depuesto de la cruz, fue sepultado en un sepulcro nuevo, al que pusieron sellos y guardas, por temor de que sus discípulos lo robasen.

Al rayar el alba del día que siguió al sábado, sintióse un gran, terremoto; Jesús había resucitado y salido glorioso y triunfante del sepulcro. Después de aparecer a la Magdalena, se dejó ver de los Apóstoles para alentarlos y consolarlos; y algunos Santos Padres piensan que primero apareció a su Santísima Madre.

Cuarenta días estuvo aún Jesús sobre la tierra después de su resurrección, mostrándose en diversas apariciones a sus discípulos y conversando con ellos. Así fortalecía por modos milagrosos a los Apóstoles, confirmábalos en la fe, comunicábales cosas altísimas y dábales las últimas instrucciones; hasta que, a los cuarenta días, los reunió en el monte Olivete, y habiéndoles bendecido, visiblemente y a sus mismos ojos se alzó de la tierra y subió a los cielos.

Después de haber predicado el Evangelio en Judea, según el mandamiento de Jesucristo, los Apóstoles se separaron y fueron a predicarlo por todo el mundo: San Pedro, cabeza del Colegio apostólico, se dirigió a Antioquía, donde los que creían en Jesucristo comenzaron a llamarse Cristianos. De Antioquía pasó a Roma, y allí estableció su sede, sin trasladarla ya a otro lugar. El fue Obispo de Roma, y en la misma ciudad acabó su vida, con un glorioso martirio, siendo emperador Nerón.

Los sucesores de San Pedro en la Sede romana heredaron la suprema potestad de Maestro infalible de la Iglesia que el Señor le había conferido, de fuente de toda jurisdicción y de protector y defensor de todos los cristianos. Por esta razón se llaman justamente con el nombre de Papas, que quiere decir Padres, y se han sucedido sin interrupción en la cátedra de Pedro hasta el año 1958.

Ya en los tiempos apostólicos había habido hombres perversos que, por interés y ambición, turbaban y corrompían en el pueblo la pureza de la fe con abominables errores. Opusiéronse a ellos los Apóstoles con la predicación, con los escritos y con las infalibles sentencias del primer Concilio que celebraron en Jerusalén.

Cuando salía victoriosa de la guerra exterior del paganismo y vencía la prueba de feroces persecuciones, la Iglesia de Jesucristo, salteada por enemigos interiores, entraba en la guerra intestina, mucho más terrible. Guerra prolija y dolorosa, que empeñada y atizada por malos cristianos, hijos suyos degenerados, no ha llegado aún a su término, pero de la cual saldrá la Iglesia triunfadora, conforme a la palabra infalible de su divino Fundador a su primer Vicario en la tierra, el apóstol San Pedro: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. (Mateo XVI, 18.)

¿Qué es herejía? – Herejía es un error culpable del entendimiento por el que se niega con pertinacia alguna verdad de fe. El Protestantismo o religión reformada, como orgullosamente la llaman sus fundadores, es el compendio de todas las herejías que hubo antes de él, que ha habido después y que pueden aún nacer para ruina de las almas.

La Iglesia prohíbe la lectura de ciertos libros que defienden la herejía, el cisma o tratan de destruir los fundamentos de la Religión, por el gran peligro de perversión que su lectura entraña para los cristianos. Los libros que exponen asuntos obscenos están además prohibidos por el derecho natural.

Han sido tristemente famosas las herejías de Sabelio, que impugnó el dogma de la Santísima Trinidad; de Manes, que negó la Unidad de Dios y admitió en el hombre dos almas; de Arrio, que no quiso reconocer la divinidad de nuestro Señor Jesucristo; de Nestorio, que rehusó a la Santísima Virgen la excelsa dignidad de Madre de Dios y distinguió en Jesucristo dos personas; de Eutiques, que en Jesucristo no admitió más que una naturaleza; de Macedonio, que combatió la divinidad del Espíritu Santo; de Pelagio que atacó el dogma del pecado original y de la necesidad de la gracia; de los Iconoclastas, que rechazaron el culto de las Sagradas Imágenes y de las Reliquias de los Santos; de Berengario, que se opuso a la presencia real de nuestro Señor Jesucristo en el Santísimo Sacramento; de Juan Hus, que negó el primado de San Pedro y del Romano Pontífice, y finalmente la gran herejía del Protestantismo (siglo XVI), forjada y propagada principalmente por Lutero y Calvino. Estos novadores, con rechazar la Tradición divina, reduciendo toda la revelación a la Sagrada Escritura, y con sustraer la misma Sagrada Escritura al legítimo magisterio de la Iglesia. Los protestantes entregan La Sagrada Escritura insensatamente á la libre interpretación del espíritu privado, demolieron todos los fundamentos de la fe, expusieron los Libros Santos a las profanaciones de la presunción y de la ignorancia y abrieron la puerta a todos los errores.

Con una lucha que dura sin tregua hace veinte siglos, no ha cesado la Iglesia católica de defender el depósito sagrado de la verdad que, Dios le ha encomendado y de amparar a los fieles contra la ponzoña de las heréticas doctrinas.

A imitación de los Apóstoles, siempre que lo ha exigido la pública necesidad, la Iglesia, congregada en Concilio ecuménico o general, ha definido con toda claridad la verdad católica, la ha propuesto como dogma de fe a sus hijos, y ha arrojado de su seno a los herejes, lanzando contra ellos la excomunión y condenando sus errores.

Los caracteres con que nuestro Señor Jesucristo ha distinguido a la única verdadera Iglesia que El fundó, que son: Una, Santa, Católica y Apostólica.

Es Una porque en veinte siglos de vida, siempre joven y floreciente que cuenta la Iglesia, tantas generaciones, tanta muchedumbre de hombres, diversos en índole, nacionalidad y lenguas, unidos en una sociedad gobernada siempre por una misma y perpetua jerarquía, profesar unas mismas creencias, confortarse con unas mismas esperanzas, participar de comunes plegarias y de unos mismos sacramentos, bajo la dirección de los legítimos pastores. Y también por la jerarquía eclesiástica, formada de tantos miles de obispos y sacerdotes, conservarse estrechamente unida en la comunión y obediencia del Romano Pontífice, que es la cabeza divinamente establecida, y recibir de él las divinas enseñanzas para comunicarlas al pueblo con perfecta unidad de doctrina.

Es Santa no sólo en la santidad esencial de su cabeza invisible Jesucristo, en la santidad de los sacramentos, de la doctrina, de las Corporaciones religiosas, de muchísimos de sus miembros. Sino también en la abundancia de los dones celestiales, de los sagrados carismas, de las profecías y milagros con que el Señor (negándolos a las demás sociedades religiosas) hace brillar a la faz del mundo la dote de la santidad, de que está exclusivamente ataviada su única Iglesia.

Ella fue la que, desde los primeros siglos, suscito aquellos grandes hombres, gloria inmortal del Cristianismo que, llenos de sabiduría y sobrehumana virtud, combatieron victoriosamente las herejías y errores al paso que iban apareciendo: Santos Padres y Doctores que brillarán como estrellas por perpetuas eternidades, en frase bíblica; de cuyo unánime consentimiento podemos deducir y reconocer la Tradición y el sentido de las Sagradas Escrituras.

Y asombra no menos ver levantarse providencialmente, en tiempo y lugar oportuno, aquellas Ordenes regulares, aquellas religiosas familias, aprobadas y bendecidas por la Iglesia.

Es Católica porque apresar que en el curso de los siglos, muchedumbre inmensa de cristianos, acaso naciones enteras, se desasieron miserablemente de la unidad de la Iglesia, pero verá también que Dios enviaba sucesivamente a otras gentes y a otras naciones la luz del Evangelio por medio de hombres apostólicos, encargados por Él, como lo fueron los Apóstoles, de guiar las almas a la eterna salvación. Y se consolará al reconocer que el Señor se digna confiar en el siglo pasado este apostolado a centenares y miles de sacerdotes, de religiosos de todas las Ordenes, de vírgenes que le están consagradas, los cuales recorrieron las tierras y los mares del viejo y del nuevo mundo para dilatar el reino de Jesucristo.

A pesar del grave ataque de Satanás que trajo la Apostasía al Vaticano desde 1958 y dejaron automáticamente de ser católicos los que reverenciaron como Papa a un hereje como fue Monseñor Roncalli y la Sede Romana está vacante desde entonces, contamos con pocos Obispos y sacerdotes en el mundo entero ligados a la misma en unidad de fe y de comunión. Y esto es lo que se llama catolicidad de la Iglesia. Ella sola puede llamarse católica o universal, esto es, de todo tiempo y de todo lugar.

Es Apostólica porque pese a increíbles dificultades tantos Romanos Pontífices que, revestidos en la persona de Pedro de las mismas prerrogativas que a él le dio Jesucristo, van comunicando también la jurisdicción a los sucesores de los demás Apóstoles, de los cuales ninguno se separó jamás de Pedro, como ahora ninguno podrá separarse de la Sede Romana sin dejar de pertenecer a la Iglesia, que por esto se dice y es realmente apostólica.

El fiel debe conocer y evitar a los enemigos de la Iglesia y de su fe. En el transcurso de los siglos se hallará con asociaciones o sociedades tenebrosas y secretas, que con varios nombres se fueron organizando, no ya para glorificar a Dios eterno, omnipotente y bueno, sino para derribar su culto y sustituirlo (cosa increíble, pero verdadera) por el culto del demonio.

No se maravillará de que los legítimos sucesores de San Pedro, sobre quien fundó Jesucristo su Iglesia, hayan sido y aun sean al presente, objeto de aborrecimiento, de escarnio y aversión por parte de los herejes e incrédulos, debiendo asemejarse más al divino Maestro que dijo: Si a Mí me han perseguido también a vosotros os perseguirán.

Pero la verdad que verá deducirse de la historia, es ésta; que los primeros Papas por varios siglos fueron justamente ensalzados al honor de los altares, habiendo muchos entre ellos que derramaron su sangre por la fe, que casi todos los demás brillaron por sus egregias dotes de sabiduría y virtud, siempre atentos a enseñar, defender y santificar al pueblo cristiano, siempre pronto, como sus predecesores, a perder la vida por dar testimonio de la palabra de Dios.

¿Qué importa (desgraciadamente también entre los doce hubo un Apóstol malvado), qué importa que entre tantos haya habido muy pocos menos dignos de ascender a la Suprema Sede, donde toda deshonra parece gravísima? Dios lo permitió para dar a conocer su poderío en sostener a la Iglesia, conservando a un hombre infalible en la enseñanza, aunque falible en su conducta personal.


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